jueves, 27 de noviembre de 2008

¿CATÓLICAS? POR EL DERECHO A DECIDIR...

Un amigo, al que le tengo gran aprecio, me comentaba recientemente: ¿Has leído con calma el Evangelio de San Lucas, en especial lo relativo a la concepción de Cristo? Léelo, sopesando cada palabra, y te sorprenderás de su contenido cara al tema de la defensa de la vida de los niños no nacidos.
En efecto, así lo hice. En San Lucas, capítulo primero, versículos 26 en adelante, nos narra el autor sagrado que el Arcángel San Gabriel fue enviado por parte de Dios a Nazaret, “a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David, y el nombre de la virgen era María.

“Y habiendo entrado donde ella estaba, le dijo: ‘Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo’ (…). Y el ángel le dijo: ‘No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin’”.
El ángel Gabriel le comunica a la Santísima Virgen María su maternidad divina, recordando las palabras del profeta Isaías del Antiguo Testamento, quien había anunciado –con siglos de anticipación– que de una virgen nacería el Mesías, largamente esperado por el Pueblo de Israel.
Continúa el texto evangélico: “‘De qué modo se hará esto, pues no conozco varón?’. Respondió el ángel y le dijo: ‘El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá será llamado Santo, Hijo de Dios’”.
El relato ya nos está hablando de “el que nacerá” y de la acción poderosa del Espíritu Santo para que se realice la Encarnación del Hijo de Dios. El contexto de estas palabras revisten de una gran sacralidad y respeto por esa Nueva Vida, que es la del mismo Salvador.
Santa María es modelo de fidelidad para escuchar con docilidad y obediencia la palabra del Señor; para poner –con prontitud– por obra los planes que Dios tiene para Ella. Y así lo fue desde la Anunciación del Arcángel Gabriel hasta acompañar a su Hijo Jesús al pie de la Cruz.
También le comunica el ángel a la Virgen una sorprendente noticia: “Y ahí tienes a tu prima Isabel, que en su ancianidad ha concebido también a su hijo, y la que era llamada estéril, hoy cuenta ya el sexto mes”.
Observamos cómo esta criatura angélica le transmite un hecho casi increíble –una anciana embarazada–, y la referencia clara acerca de que su prima Isabel lleva en su seno verdaderamente a “un hijo” concebido y que se encuentra en el sexto mes. Aquí no se habla “de un producto” –como suelen emplear algunos médicos para despersonalizar la concepción–, sino de un ser humano.
Este hombre sería, nada más y nada menos, que San Juan Bautista, el Precursor a quien le fue asignada la misión de anunciar la inminente venida del Mesías, bautizó a Jesucristo en el Río Jordán, y preparó a sus primeros seguidores para que estuvieran en condiciones espirituales de seguir cuanto antes al Maestro y convertirse en sus primeros Apóstoles.
“Dijo entonces María: ‘He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra’”. A partir de este instante, con la aceptación total y rendida de la Virgen María sobre su trascendente misión, se inicia la Redención del género humano. Ella sabía que, ahora, era la Madre del Salvador, Perfecto Dios y Perfecto Hombre.
Es evidente que en estos textos de las Sagradas Escrituras se considera que un individuo existe desde el momento de su concepción. No hay ni la más leve duda o ningún sentido que se pudiera prestar a ambigüedades.
Esta idea todavía se refuerza más con la visita que Santa María decide hacer a su prima Santa Isabel y a su esposo Zacarías. Si la Virgen libremente decide ser la Madre de Dios, ahora espontáneamente quiere ir a auxiliar a su prima en su embarazo. Dice San Lucas:
“Por aquellos días, María se levantó, y marchó de prisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y en cuanto oyó Isabel el saludo de María, el niño [San Juan Bautista] saltó de gozo en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz alta, dijo: ‘Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño salto de gozo en mi seno; y bienaventurada tú que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor’”.
Nadie le había comunicado la Buena Nueva a Santa Isabel de que el Hijo de Dios se había Encarnado, y cuando escucha la voz de la Virgen María, es el Espíritu Santo el que se lo hace saber y exulta de alegría.
Pero ese extraordinario regocijo lo comparte también San Juan Bautista, que al decir de su propia madre, Isabel, saltó de gozo en su seno. Me parece que no hay palabras más expresivas y entrañables para explicar el alborozo de un niño no nacido, como es el Precursor, que se entusiasma por entrar en contacto con ese Dios hecho Hombre, hecho Niño –también– en los primeros días de su concepción.
María permanece tres meses con su prima hasta que da a luz para prestar un servicio fraterno insustituible, que sólo una familiar cercana puede brindar.
Jesús es el Verbo o la Palabra Encarnada, y es reconocido como el Hijo de Dios a los pocos días de ser concebido. San Juan Bautista manifiesta un gozo indescriptible en el seno de su madre. Se trata del encuentro del Hombre Perfecto (Jesucristo) con el último de los profetas. Y la manifestación y testimonio de ambos es intrauterino. Eso es precisamente lo asombroso de este relato que recoge San Lucas.
Los católicos creemos como depósito de nuestra Fe lo contenido en el Símbolo de los Apóstoles o Credo, en los Diez Mandamientos, en los Sacramentos, y en lo que nos dice el Magisterio de la Iglesia, comenzando por el Romano Pontífice, así como en la correcta interpretación de las Sagradas Escrituras o la Biblia.
Esta narración de San Lucas, aún en nuestros días, no deja de resultar conmovedora y admirable. Es profunda y, a la vez, expresada con gran sencillez, como suelen ser las acciones de Dios.
Un católico o una católica que pretende vivir bien su religión, debe aceptar plenamente lo dicho en las Sagradas Escrituras, y, más específicamente, lo que narran los Evangelios en el Nuevo Testamento.
Pienso en la organización llamada “Católicas por el derecho a decidir”, quienes reclaman un pretendido “derecho” sobre su cuerpo para decidir si abortan o no. Visto desde esta perspectiva, es un contrasentido.
Porque cuando se vive una religión, o bien se acepta en su totalidad con todas sus consecuencias morales, o se está cayendo en un autoengaño, en un pretender rebajar las exigencias del compromiso cristiano (el llamado “cristianismo light”), o, en definitiva, en buscar el uso una bandera para desorientar a otros católicos con poca formación doctrinal y “hacerle el juego” o aliarse a los grupos feministas extremistas.
A todos nos preocupa que una mujer quede embarazada y abandonada por su novio y los problemas e incomprensiones a los que se suele enfrentar en su ámbito familiar, social, afectivo, económico, etc. Pero la solución nunca podrá ser el aniquilar a un ser humano inocente para resolver este escollo, sino brindarle el apoyo necesario –de acuerdo a su dignidad de persona– para que pueda salir adelante con su maternidad.
Volviendo al texto de San Lucas, concluye este relato con el célebre cántico mariano del “Magníficat”:
“María exclamó:
Mi alma glorifica al Señor,Y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador:porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava;por eso desde ahora me llamaránbienaventurada todas las naciones”
No creo haber leído un canto más bello de alabanza a Dios y agradecimiento por el don de la maternidad y, en este caso singularísimo, de la Maternidad Divina. En la Biblia el hecho de concebir a un hijo es sinónimo de infinita alegría, de agradecimiento y misericordia del Creador. Es un tema que, sin duda, viene bien considerar a propósito de esta próxima Navidad.
Raúl Espinoza Aguilera

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