martes, 16 de junio de 2009

ETERNO FEMENINO, ETERNO RETORNO (PARTE I)

Mucho se habla de "la mujer" en nuestros días, pero ya no se habla de la feminidad (ni de la masculinidad). Y ello coincide con el hecho de que a muchas mujeres les ha crecido un bigote en el cerebro. Una progresiva "masculinización" en las formas y comportamientos femeninos, que no tendría por qué estar ligada a la justa y necesaria plenitud de la igualdad social, laboral y civil con el hombre. Una extraña paradoja: a medida que muchos de los supuestos "valores femeninos" impregnan cada vez más la totalidad del cuerpo social, la mujer se desfeminiza. ¿Qué hay detrás de todo ello?
En el lenguaje corriente de nuestros días, el uso abstracto del término “mujer” alude ante todo a una categoría social, a sus reivindicaciones y a las políticas destinadas a darles curso. Sólo más raramente se refiere a las cualidades o intangibles que conforman lo que vendría a ser la mujer entendida como esencia. Cabría decir que la consideración de la mujer como destinataria de políticas de ingeniería social ha eclipsado a la consideración de la mujer como ideal-tipo. Es más, la misma noción de que haya un ideal-tipo de mujer normalmente enciende de rabia a las neo-feministas. ¿Adiós por tanto al “eterno femenino”?

Sabido es que el feminismo está en el núcleo de la llamada “corrección política”. Feminista es “lo que hay que ser”. Se trata de un término que ha perdido casi toda su carga polémica por la práctica desaparición del campo contrario, el antifeminista o “machista”. Al igual que sucede con la palabra “izquierda” (hoy todo el mundo es de izquierdas, ya se trate de un jornalero o de un multimillonario) la adopción generalizada del “feminismo” por la vulgata bienpensante hace que el término esté a punto de devenir obsoleto.

Aún así, todavía pueden reconocerse diferentes tipos de feminismo. Hubo un feminismo que centró su lucha en la consecución de la igualdad jurídica, social y civil de la mujer con el varón, y que ofrece un balance a todas luces positivo. Se trata de un feminismo que responde a principios de la más elemental justicia, y que como tal debe ser plenamente asumido. Pero hay otro feminismo, hoy en vías de imponerse: el que busca suprimir la distinción sexual en todos los ámbitos de la vida. El que prescinde del sexo como hecho natural, y lo sustituye por el género, entendido como nuevo criterio de diferenciación sexual al arbitrio de la elección de cada persona

Cuando todo un Presidente de Gobierno se define como “feminista radical”, no cabe sino asumir que los poderes públicos se han apuntado en España a todo ese proceso de reinvención del feminismo: un sonajero mediático-progresista, adecuado para disimular el desvaído estado de la panoplia ideológica de la izquierda, pero que más allá de sus consecuencias prácticas inmediatas encierra, en último término, todo un programa filosófico: la deconstrucción de la “masculinidad” y de la “feminidad”, que ahora se definen como los resultantes socioculturales de una situación de opresión. ¿Qué queda entonces de la identidad femenina?
Mujeres de pelo en pecho
El neofeminismo abomina de la idea de que “la mujer” tenga una esencia. Simone de Beauvoir, en su biblia del neofeminismo, El segundo sexo, explica cómo los diferentes prototipos de mujer (coqueta, frívola, caprichosa, o sumisa, cariñosa, abnegada, etc.) no son sino productos culturales por los que la mujer se define siempre como madre, esposa, hija, hermana, etc., y sólo por relación al hombre. En esta línea, De Beauvoir denunciaba el diferencialismo sexual, la idea según la cual hombres y mujeres son esencialmente diferentes. Para el neofeminismo, esta idea no sería sino el producto de un régimen de patriarcado, que en último término reduce a la mujer a la condición de reposo del guerrero. En consecuencia, las mujeres deben definirse por sí mismas, y no en relación al hombre. La conclusión es que “las mujeres no nacen, se hacen”.

Sentadas las premisas, se despliegan las consecuencias. ¿En qué consiste ahora “ser mujer”? En primer lugar, se parte de una definición en negativo: ser mujer es formar parte de una clase oprimida. En segundo lugar,el neofeminismo postula en la práctica que la mujer deje de ser mujer para equipararse al varón. Porque, al fin y al cabo, este discurso neofeminista equivale a considerar a la mujer como “un hombre con un cuerpo molesto”, un hombre incompleto o un hombre fracasado.

¿Y que hacemos con la naturaleza? La ideología de género acude al rescate. Esta ideología es el marco conceptual del neo-feminismo, una ideología que escinde el sexo del género, la naturaleza de la cultura. Según este enfoque, los términos que corresponden al sexo son macho y hembra, mientras que los que corresponden al género son los de masculino y femenino: construcciones psicológicas y culturales independientes del “sexo biológico”. La ideología de género desemboca por tanto en el reconocimiento jurídico del “deseo” como fundamento del derecho… a ser hombre o ser mujer. Lo que abre el campo a todas las extravagancias: ser mujer consiste ante todo en sentirse como tal. La Ley de Identidad de Género aprobada en España ya permite la modificación documental del nombre y el sexo, sin operación genital ni procedimiento judicial. En resumen, para el neo-feminismo el “genero femenino” se refiere a una clase oprimida, compuesta por mujeres y por hombres “biológicos” que se sienten mujeres, y en el que el patrón social básico es masculino. (Marca suprema de aseptización: la sustitución de los términos “padre” y “madre” por los de “progenitor A” y “progenitor B".)
Ni que decir tiene que todo este proceso tiene su paralelo inverso en el caso del hombre: desvalorización de todos aquellos aspectos considerados demasiado masculinos o “machistas”, y apertura hacia su “lado femenino”. Virilización de la mujer y feminización del hombre: un proceso de abolición progresiva de toda diferencia, paralelo al de los otros muchos mestizajes en curso. Si durante siglos se consideró que la cultura se adecuaba a la naturaleza, hoy en día es la naturaleza la que se adecua a la cultura. La destrucción del orden simbólico-sexual deja paso una concepción “fluida” de las identidades sexuales. Un proceso de fusión en un gran aglomerado de individuos iguales, indiferenciados e intercambiables. Un fenómeno estrictamente post-moderno. Y al dictado de los ritmos económicos.
RODRIGO AGULLÓ

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